Hasta el siglo XI la cerveza se aromatizaba con el "gruit», una mezcla de hierbas como el mirto, romero y brezo, que tenía función conservante y por la que se pagaba un impuesto al señor feudal. La composición del «gruit» era secreta y se creó un oficio en torno a su elaboración, de forma que ser grutero se convirtió en una profesión muy onerosa, pues había que pagar por adquirir este ingrediente fundamental. Pero todo esto cambiaría gracias a un hallazgo revolucionario. En pleno siglo XI la hermana Hildegard von Bingen (1098-1179) dedicada a la búsqueda de nuevos aromas y conservantes, probó el efecto del lúpulo en la elaboración de la cerveza y comprobó que su sabor amargo la hacía más ligera y evitaba la proliferación de hongos y microbios que la estropeaban. Este nuevo ingrediente supuso todo un empuje para el transporte y comercialización de la cerveza. Los señores feudales intentaron impedir el uso del lúpulo, pues vieron peligrar su fuente de ingresos con el «gruit», pero los comerciantes de las ciudades Hanza del norte de Alemania, elaboradoras de cerveza, consiguieron su propósito y el lúpulo se instauró como nuevo ingrediente en la elaboración de la cerveza, que comenzó a importarse a los Países Bajos y al resto de Europa. De esta forma el «gruit» desapareció dando paso al lúpulo y, con él, a un nuevo impuesto a la producción de cerveza.
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